Una
campana tañía, invadiendo con su timbre cada recoveco de aquel
lugar mientras el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados. A
través de enormes ventanales, la luz, que se filtraba entre los
árboles, dotaba a aquel pasillo de cierto aire de irrealidad,
sombrío y gélido en contraste con el bello parque que se intuía en
el exterior.
Avanzaba
con paso torpe, tratando de seguir el ritmo del adulto que la llevaba
de la mano. La campana dejó de sonar cuando traspasaron la puerta
que había al final de aquel pasillo, y su chirrido, que hizo eco en
el silencio que imperaba en aquel lugar, provocó que un escalofrío
recorriera cada rincón de su ser. Estaba muy asustada y tiró de la
mano hacia atrás, pero solo consiguió que la que la sujetaba lo
hiciera con más fuerza, obligándola a entrar.
Ante
ella, un aula en la que había dos personas más esperándolos, cuyas
sombras se proyectaban contra las paredes, con formas que le
recordaban a monstruos. Un hombre elegantemente vestido, con traje y
sombrero de ala, que miraba a través de una de las ventanas dándole
la espalda. Apoyado en la mesa del profesor se encontraba otro, con
unas gafas redondas que cubrían su mirada y una sonrisa siniestra
que se dibujó deformando su cara, y que le hizo inconscientemente
apretar la mano de quien la trajo.
El
hombre del sombrero se giró y saludó, pero era incapaz de ver su
rostro, oculto por las sombras que arrojaba el contraluz de la
ventana.
—Hola
—dijo con una voz muy suave—. No tengas miedo, pequeña.
Su
custodio tiró un poco de ella hacia delante, hasta conseguir que la
niña diera unos pasos más. Ni aquella voz afable la calmaba y
notaba cómo le temblaban las piernas, hasta tal punto que pensaba
que se iba a desplomar contra el suelo.
—No
te preocupes —prosiguió el hombre del sombrero—. Tu tutor nos ha
contado tu historia y venimos a darte un nuevo hogar.
Ella
no dejaba de mirar al hombre que desde la mesa del profesor la
observaba. Su sonrisa enmarcaba unos dientes inmaculados.
—Sé
que no soy exactamente como un padre, nunca he tenido hijos, pero
quiero que me consideres como tal. A partir de ahora, tanto la gente
que me acompaña como yo te cuidaremos. —Se acercó a uno de los
pupitres, donde hasta hacía un momento hubiera jurado que no había
nadie. Era incapaz de verla bien, pese a que estaba a pocos metros,
tan sólo distinguió que era más o menos de su estatura y que su
pelo lacio era blanco y largo.
El
hombre siguió hablando:
—Ella
también va a venir con nosotros. Nunca has tenido una hermana,
¿verdad?
Negó
con la cabeza mirando a aquella figura. El sol casi había
desaparecido y el aula iba quedando lentamente engullida por las
sombras.
—Pues
a partir de ahora será tu hermana, ¿qué te parece? —El hombre se
acercó hasta ella, se puso en cuclillas y le extendió la mano—.
Me llamo Harald, ¿y tú?
Le
miró, pero no se atrevió a hablar.
—Ha
sido una desgracia lo de tus padres, ningún niño debería
perderlos, pero el mundo es cruel. El centro no puede mantenerte,
espero que lo entiendas. Sin embargo, te prometo que me encargaré
personalmente de que no te falte de nada. El estado te cobijará de
aquí en adelante y a cambio le servirás.
El
hombre se puso en pie y, desde su perspectiva, le pareció un
gigante. Una desagradable sensación de vértigo le revolvió el
estómago y un solo pensamiento ocupaba su mente. «Huye». Pero era
incapaz de dar un paso, atrapada en aquel lugar donde las sombras
invadían cada rincón.
—Vas
a ser muy valiosa, ya lo verás. Y mientras yo esté aquí todo irá
bien, pequeña.
Sus
labios, sin pensarlo, articularon una frase:
—¿Y
cuando no estés? ¿Qué pasará?
La
noche se cernió por completo. Tan oscura que sólo dos cosas se
podían apreciar: la mirada del hombre cuyos ojos le resultaron
inquietantes y familiares, además de la sonrisa de aquel que llevaba
gafas, el cual se acercaba hacia ella enseñando unos dientes
afilados.
—Que
él te devorará.
No
podía moverse, solo ver cómo aquellas fauces se cernían sobre ella
y la mordían en el brazo, triturando su carne y sus huesos. Ya no
podía ver, solo sentir el dolor de su cuerpo consumido por aquella
bestia.
Dolor...
Shara
se despertó con sobresalto. Tenía los ojos abiertos como platos y
la respiración entrecortada, así como el cuerpo completamente
empapado en sudor. Le dolía el brazo, como si de verdad la hubieran
mordido, y el recuerdo le revolvió el estómago hasta tal punto que
tuvo que ponerse en pie y salir corriendo, tambaleante aún, hasta el
baño para vomitar.
Estaba
completamente agotada, así que se deslizó de vuelta a su camarote
por los pasillos angostos de la nave. Reparó en la puerta
entreabierta de la cocina, donde aún permanecía Anna durmiendo
plácidamente sobre la mesa pese a lo incómodo de la postura. Entró
en su habitación y arrastró los pies de vuelta a la cama, pero se
vio incapaz de volver a tumbarse. Cada vez que se dormía regresaban
esos sueños; tenía miedo de cerrar los ojos. Se deslizó hasta el
suelo apoyando la espalda en la pared y metió la cabeza entre las
rodillas. Sabía que
había tenido más pesadillas, pero la mayoría no las recordaba. No
tenía conocimiento de haberse sentido enferma nunca, pero ese
agotamiento y las náuseas indicaban que muy probablemente iba a
romperse su buena racha de salud inquebrantable.
Se
frotó los ojos, irritados, enjugándose algunas lágrimas que
amenazaban con desbordarse. Josef no había errado: últimamente no
se encontraba bien, pero no había nada que los demás pudieran
hacer. Su cabeza… ¿Eran acaso recuerdos lo que se entremezclaba en
sus sueños? ¿Qué clase de pasado tenía? Empezaba a temer
descubrirlo.
—¡Shara!
¡Shara! —la voz de Anna acompañó a unos golpes en la puerta—.
¿Estás bien? Me ha parecido oírte.
No
sabía en qué momento se había quedado dormida acurrucada en el
suelo. Tenía los ojos empapados en lágrimas y se maldijo por haber
alertado a la mawler. ¿Qué había pasado? Al intentar recordarlo
sintió un desagradable escalofrío que le recorrió el cuerpo. Sin
saber por qué, notó que sus manos temblaban
ligeramente.
—Tran-Tranquila.
—Su voz sonaba aún ronca—. Estoy bien, estoy bien. Vete a
dormir. —Se limpió la cara con la sábana que colgaba de la cama y
tomó aire para despejarse.
—Me
has asustado, de repente has empezado a gritar. ¿Has tenido una
pesadilla? —Anna abrió la puerta del camarote y se asomó—. Si
quieres te puedo traer algo de la cocina. —Se quedó callada cuando
la miró.
Shara
se levantó de golpe. ¿Cómo se atrevía a entrar y verla en ese
estado?
—¡¿Acaso
te he dado permiso para entrar?! —gritó indignada, poniéndose
rápidamente de pie—. ¡Déjame en paz, ya te he dicho que estoy
bien!
—Solo
estaba preocupada, lo siento. —En vez marcharse, como pretendía
Shara, entró del todo en el camarote—. Pero es evidente que me
estás mintiendo —dijo cerrando la puerta tras de sí.
—No
te incumbe, ¿vale? —la miró amenazante, pero con las manos tras
de sí para que Anna no detectara
su temblor—. Se me pasará, sólo ha sido un mal sueño. Así que
lo que necesito es que me dejes tranquila y descansar, vamos a tener
un día duro. —Trató de suavizar el tono, pese a que la manía de
Anna de entrometerse en la vida de los demás la enervaba.
—Ha
debido de ser una pesadilla terrible para que hayas llorado. Nunca te
había visto así... —musitó Anna.
—Tal
vez porque nunca quiero que me vean así. —Se levantó y recogió
sus botas para dirigirse a la salida del camarote. Necesitaba tomar
el aire y serenarse—. Sólo ha sido eso, un mal sueño, ¿vale? No
hagas un mundo de ello. Voy a beber un poco de agua y a dar una
vuelta, ya que no parece que te vayas a ir de mi habitación.
Por
un momento le pareció que la mawler iba a decir algo, pero no quiso
darle la oportunidad y cerró tras de sí con un sonoro portazo.
Estaba demasiado cansada como para soportar un minuto más sus
impertinentes preguntas.
Aquella
nave la oprimía, sentía que le faltaba el aire. Se calzó las botas
sobre el pantalón de lino y abrió la escotilla exterior. Una
bocanada de aire caliente le abrasó la piel allí donde la camiseta
de tirantes no la cubría. El sol regía el cielo, calentando cada
una de las piedras de aquel desierto, hasta el punto de que notaba en
sus pies cómo traspasaba las suelas de las botas. Entendía
perfectamente por qué en la ciudad se hacía casi toda la vida por
la noche.
Inmersa
en la dureza de aquel paraje, se sentía mejor que dentro del aesir.
Necesitaba estar sola y pocos lugares se veían más deshabitados que
aquella extensión de desierto que se perdía en el horizonte mirando
al norte.
Las
pesadillas le habían hecho olvidar, durante un rato, la situación
en la que se encontraba. Llevaba casi cinco años siguiendo a Uriel
allí donde él decía, obedeciendo sus órdenes, anhelando recordar
quién era. Había entregado su nueva vida al pelirrojo y no tenía
muy claro qué había recibido a cambio. Parecía que sus recuerdos
estaban volviendo por sí mismos, pero empezaba a desear que
siguieran en el olvido. Pasado y presente, pero nunca había
pensado en el futuro.
¿Qué
sucedería el día en que Uriel no estuviera? Aunque consiguieran
llevar la misión adelante y rescatarle, ¿qué cambiaría? Sabía
que sólo era una pieza más en ese plan, una ayuda conveniente, pero
antes o después se encontraría sola.
Tenía
razón Josef cuando le decía que descargaba su frustración en Anna,
pero no lo podía evitar. Tenía miedo de volver a estar sin nadie
alrededor a pesar de lo mucho que le costaba confiar en los demás.
Pero era consciente de que antes o después, como su memoria, se
irían para siempre.
Ni
siquiera sabía qué objetivo perseguía realmente Uriel. Siempre
había supuesto que era una venganza contra el Imperio,
¿pero
qué clase de objetivo era realmente ese? Notaba en él cierto
resentimiento, pero un ajuste de cuentas no encajaba en el
pragmatismo del pelirrojo. Sin embargo, ella sólo hacía lo que le
pedían, sin cuestionar. Y pese a todo, se encontraba
excepcionalmente cómoda haciéndolo, como si fuese natural en ella.
Pues si algo había sacado en claro de aquellos
confusos sueños que la asaltaban, era que no era la primera vez que
lo hacía, y aquello sólo le trajo dolor.
Comenzó
a rascarse el brazo al recordar la mordedura de su pesadilla. ¿Acaso
había algo más en su pasado?
Pese
a lo placentero del aire libre, no podía aguantar mucho más en
aquel páramo sin sufrir una insolación,
aunque estuviera a la sombra de la nave. Entró de nuevo hasta llegar
a su habitación para vestirse en condiciones. Fearghus no llegaría
hasta dentro de unas horas, pero descansar no iba a ser una opción.
Tal vez algo de café la ayudaría a centrarse en el problema que
tenían ahora y aparcar los suyos hasta que la situación estuviera
resuelta.
No
pudo evitar dar un largo suspiro cuando vio que Anna
la esperaba en la cocina. Nunca conseguiría entender la necesidad de
la mawler de inmiscuirse en todo, particularidad que la irritaba
sobremanera.
—Creía
haberte dicho que quería estar a solas —la miró malhumorada, ante
lo que Anna desvió la mirada.
—Lo
sé, no quería molestarte, pero Josef me ha contado lo que ha pasado
y… Bueno…, quería saber qué… —Se rascó la cabeza
nerviosa—. ¡Maldita sea, no lo sé! ¿Qué deberíamos hacer?
Se
quedó en silencio, pero ella tampoco sabía qué responder. ¿Darle
ánimos? ¿Palabras de esperanza sin fundamento? No, era incapaz de
mentir así. Se limitó a acercarse a la cafetera y desenroscar el
filtro para ponerle café.
—Al
menos podrías decir algo —protestó Anna—. Ni siquiera parece
que te preocupe lo más mínimo.
—Como
quieras. —Puso la cafetera en el fogón y tomó aire para no
contestarle de malas maneras. No iba a discutir con ella, ni darle
explicaciones—. ¿Quieres una taza?
—¡Maldita
sea, Shara! Yo no puedo ser como tú y mantener esa frialdad casi
todo el tiempo. Hablar no es nada malo, ¿sabes? ¡Incluso de las
pesadillas!
—No
lo necesito —replicó tajantemente—. Tampoco me has dicho si
quieres café.
—Gracias,
pero no. Sólo quiero sentirme útil ahora. —La mawler se recostó
contra el asiento y se quedó mirando el ventilador del techo—. No
hago más que darle vueltas a qué más podría hacer yo y… sólo
pienso en que Uriel siempre me deja al margen. Me tengo que limitar a
veros partir y tan siquiera sé si volveréis. Estoy cansada de todo
esto.
—¿Acaso
importa ahora? —sintió algo de alivio al constatar que no era la
única incapaz de encontrar una solución—. Me parece muy egoísta
por tu parte. ¿Sólo te importa si tú eres útil? Por el amor de
Alma, deja de parlotear y de pensar en ti misma, puede que así se te
ocurra algo útil y le demuestres que no tienen por qué dejarte a un
lado.
—No
es tan fácil —se la quedó mirando, ofendida—. No puedes
entenderlo.
—Sí
que lo hago, y mejor de lo que crees. La diferencia es que sigue sin
importarme lo más mínimo lo que pienses tú o los demás. Me
concentro en hacer mi trabajo. —Empezó a oler a café recién
hecho y se giró para apagar el fuego y, de paso, dejar de mirar a
Anna—. Así que da igual cómo te sientas, eso no importa, porque
tenemos mucho trabajo por delante si hay que sacar a Uriel de una
prisión estatal. Es de lo único que estoy dispuesta a hablar.
Centrarse
en la misión la distraería, y tal vez Anna le diera un enfoque
nuevo. No podía aparcar sus diferencias con la mawler, pero ya que
esta no pensaba irse, si dejaba de quejarse y trataban de buscarle
solución al problema, su compañía sería asumible. Tenía que
enfocarse en el presente y después ya pensaría sobre su futuro.
Puede que, por primera vez, empezara a pensar que estaba lejos de ese
grupo, aunque le apenase.
A
un tren de mercancías que partía hacia la capital a través de la
antigua vía del norte se le habían enganchado tres vagones de
pasajeros por orden del gobernador. En uno de ellos se iba a
transportar a una persona junto a un grupo de escoltas.
Seguramente
no era algo que al maquinista le fuera a agradar en absoluto, pero no
había posibilidad
de objeción si la orden venía de arriba y la compañía que
regulaba la línea no había puesto traba alguna.
Así
pues, con un traqueteo continuo, el convoy avanzaba bordeando la
árida planicie del desierto hacia el refugio de las montañas del
oeste, por donde continuaría camino de la meseta del Tir.
Uriel
no se sentía muy cómodo con aquellos grilletes, pero a nadie allí
le iba a importar su bienestar. Mucho menos agradable era con la
compañía de dos militares y el gobernador que, desde el pasillo y
de vez en cuando, se asomaba para comprobar que todo estuviera en
orden. Con su escolta, por supuesto. Pero no había opción e iba a
ser un viaje largo…, o no.
En
una parada para recoger agua tras unas
cuantas horas de viaje, el tren se detuvo más de la cuenta. Uriel
pudo observar por la ventanilla la cola de un aesir pequeño que
habría aterrizado (no hacía mucho tiempo, a juzgar por el vapor que
escupían los motores que aún se estaban refrigerando) en aquel
yermo donde tan solo había una cabaña vieja, un molino de pozo y un
depósito de agua. Nada más en kilómetros a la redonda.
Unos
pasos se escucharon por el pasillo, y la voz del gobernador en un
tono obsequioso se disculpó repetidas veces. Le oyó marchar hacia
la parte trasera del vagón con varios hombres, mientras los nuevos
pasos avanzaron hasta detenerse en la puerta del pasillo.
Uriel
ni siquiera se dignó a mirar cuando los soldados se pusieron en pie.
Sólo podía ser una persona quien acudiera con tanta impaciencia a
recibirle. Alguien a quien llevaba años evitando, al que mataría si
pudiera, pero que era un actor necesario en la obra que pretendía
representar.
—Miguel,
cuánto tiempo sin vernos...
El
pelirrojo podía notar la mirada penetrante del senador, que ordenó
inmediatamente a los soldados que abandonaran el compartimento.
Caminó hacia dentro y, ajustándose las gafas, se sentó ante Uriel.
—¿Qué
te traes entre manos, maldito desgraciado?
—¿No
es evidente? —dijo enseñando los grilletes—. El formidable
gobernador de Hazmín me ha arrestado. Supongo que he perdido
práctica tras tanto tiempo fuera de servicio.
Miguel
se recostó en el respaldo. El tren seguía parado.
—Ese
gobernador no atraparía ni un simple resfriado, así que dudo mucho
que te haya podido detener si no es porque tú has querido. Pero sea
producto de tu retorcida mente o no, no puedes tan siquiera hacerte
una idea de lo que he deseado que llegara este momento. —El
pelirrojo notó cómo apretaba los dientes—. ¡El gran Uriel Von
Hamil, el agente infalible del Servicio Secreto Imperial! Refréscame
la memoria: ¿cuántas misiones fallaste de las casi cien que hiciste
en tus años de gloria?
—La
última.
—¡Tan...
sólo… una! —dijo regodeándose en cada palabra—. Por eso eras
el favorito de Harald. Claro, sin contar este pequeño desliz que nos
ha permitido encontrarnos —entornó la mirada—, pero no lo
contaremos en tu historial. A fin de cuentas, nos ha permitido este
feliz reencuentro después de tu… baja unilateral.
—Llámalo
por su nombre, que estamos entre amigos: «traición».
—Cierto,
para qué andarnos con rodeos... ¿Cuánto hace de eso? ¿Cinco años?
—Cinco
años, tres meses y veinticuatro días.
La
cara de Miguel se contrajo y ensombreció, siendo imposible
distinguir sus ojos tras las gafas. Apretó los puños y a Uriel, por
un momento, le pareció escuchar cómo crujían cada una de sus
articulaciones, tensándose la fibra del cuerpo. Se levantó
violentamente en una explosión de ira, y le tomó por los grilletes
para que no se moviera. Nunca pensó que pudiera tener tanta fuerza
su excompañero. Indefenso, le propinó cinco puñetazos cargados de
rabia, mientras los contaba con los dientes apretados.
Notó
que la sangre le discurría desde la nariz hasta la boca y le ardía
la cara, en cada uno de los golpes. Recuperó la compostura tratando
de echarse el pelo de nuevo hacia atrás, con cierta dificultad al
tener las manos atadas.
Miguel
se volvió a sentar y dio un largo suspiro mientras sacaba un pañuelo
para limpiarse los nudillos. Miraba con cierta satisfacción cómo
Uriel escupía algo de sangre a un lado.
—Me
alegra que tengas tan en mente ese día, ya que no lo he podido
olvidar ni por un segundo. Casi destruiste por completo el proyecto y
yo tuve que refugiarme espiando en el Senado.
—Pero
Harald ya no está —dijo con gesto grave—. ¿Cómo fue?
Sonrió.
—Rápido
—respondió con voz pausada—. La guerra necesitaba de un Servicio
Secreto más agresivo y tú ya estabas fuera de escena. ¿Sabes? Me
dijeron que te nombró antes de morir.
No
caería en la provocación, pero también sabía que aquellas
palabras estaban hurgando en la herida pese a que permanecía quieto,
en silencio, inexpresivo. Soportando la estúpida sonrisa de Miguel.
—Aunque
voy a disfrutar en tu ejecución, he de darte las gracias, pues el
proyecto Cristal renació gracias a ti con más fuerza que nunca. —Se
giró hacia el pasillo—. Pasa, querida, quiero presentarte a
alguien.
—Con
permiso...
La
mujer que entró le resultó muy familiar. Facciones suaves y pelo
largo, de un rubio tan claro que parecía albino, y mirada gris y
apagada; entró en la habitación sin hacer ruido, como si fuera un
fantasma.
—No
te acordarás de él, era muy pequeña, así que te lo voy a
presentar de nuevo: él es Uriel von Hamil, el traidor que asesinó a
tus hermanas. —Le miró—. Te acuerdas de ella, ¿verdad, Uriel?
La pude esconder a tiempo y no supo nada. ¿Por qué no le dices cómo
fue matarlas? ¿Qué sentiste? Supongo que no debiste de percatarte,
cuando llevabas once mujeres
asesinadas, de que te
faltaba una. Pero claro, cualquiera perdería la cuenta.
Uriel
ni siquiera la miró.
—Ya
no eran mujeres…, eran herramientas, cosas que utilizábamos a
nuestro antojo. Si buscas un ápice de arrepentimiento, te equivocas.
Lo volvería a hacer de nuevo, porque nosotros ya las habíamos
matado hace tiempo.
—Yo…
te conozco… —dijo la mujer con voz suave y pausada—. Estabas
con padre…, pero te recordaba diferente. ¿Por qué las mataste?
¿Qué te hicimos?
Uriel
sonrió.
—Lo
triste fue lo que os hicimos a vosotras, ¿verdad? —dijo mirando a
Miguel—. Sólo quería arreglar ese error antes de irme.
—Estoy
tentado de pedirle que te rompa el cuello. Sería desagradable, pero
hay una sola cosa que evita que dé esa orden. Así que, ¿qué tal
si me dices qué demonios haces aquí? Cuanto más interesante sea la
historia, más prolongarás tu miserable vida.
—No
tengo nada que ocultar, Miguel —se encogió de hombros—. ¿Quieres
saber la verdad? Muy bien. —Se echó hacia delante para
susurrárselo—: Para destruir esta farsa a la que llamáis Alma
—dijo en tono siniestro entre dientes—. Este encuentro ha sido
una pequeña improvisación, pero al fin puedo contarte toda la
verdad de lo que planeo. Cuando acabe no sólo me dejarás vivir,
sino que me liberarás de estos grilletes —afirmó agitando las
manos para que se oyera el tintineo del metal—. Préstame atención
y sabrás cómo va a ocurrir.
El
puerto aéreo de Hazmín no era más que una enorme extensión de
tierra con algunas grúas de anclaje para los dirigibles grandes,
varios almacenes, depósitos y una modesta terminal de pasajeros que
se alzaba solamente dos alturas. Las cajas de mercancía se
acumulaban, y la actividad ahora que estaba atardeciendo era
frenética, pues a pleno día era muy complicado trabajar debido a
las altas temperaturas.
Una
pequeña nave de pasajeros empezaba a arrancar los motores, cuyas
hélices comenzaban a girar cada vez más rápido produciendo un
zumbido ensordecedor. Era un modelo de aesir bastante antiguo, pero
aún era capaz de cubrir la ruta semanal entre Hazmín y la capital.
Oculta
tras un montón de cajas que esperaban ser cargadas, Milenne
observaba cómo al pie de la rampa de subida un delven se despedía
de un humano de tez morena, bien vestido con una camisa con faja, y
pelo y barba cortos y arreglados. Con el ruido de los motores era
difícil, pero siempre se le dio bien leer los labios.
—¿Está
bien que vaya solo? —dijo, parco en palabras, al humano, pero con
cierta cortesía.
—No
se preocupe, es mejor viajar ligero de equipaje. Cumpliremos nuestra
parte, tan sólo encárguese de que él cumpla la suya. Ha sido
trasladado esta mañana en tren a Tiria, tal vez lo podáis
interceptar. —Le entregó un papel—. Aquí tienes todos los
detalles.
—Gracias.
Con
gesto serio, el humano tendió la mano.
—Tres
meses.
—Tres
meses. —Estrechó el antebrazo del humano, en el saludo habitual de
los delven, que fue correspondido—. Buen viaje.
El
hombre se echó al hombro una bolsa y agarró la maleta que tenía a
sus pies, tras lo que subió por la rampa. El dirigible no tardó en
partir y el zumbido fue amainando, dejando paso al movimiento de los
operarios de pista que se afanaban en preparar la zona para la
próxima nave.
El
delven miró durante un rato cómo se alejaba en el cielo y después
de unos instantes comenzó a caminar hacia la salida del recinto,
justo por el lado donde ella se ocultaba.
Se
paró cuando rebasó uno de los montones de cajas que el atardecer
estaba cubriendo de sombras. Una desagradable sensación se apoderó
de ella cuando el delven detuvo sus pasos y se quedó en silencio. Se
giró sobre sí mismo con la mano puesta sobre el sable que colgaba
de su cinto. Ella se quedó inmóvil pero, aunque no estuviera
mirando exactamente en esa dirección, sentía que le miraba. Sus
pulsaciones se aceleraron y contuvo el impulso de salir corriendo.
Era imposible que pudiera verla..., o eso creía.
El
delven se rascó el pecho, molesto, pero tras unos instantes la
amenazadora expresión desapareció, suspiró y relajó la mano que
acariciaba el pomo del arma. Se encogió de hombros y abandonó el
puerto aéreo sin dejar de mirar hacia su espalda con suspicacia.
Si
aquel hombre estaba ayudando a Uriel, una cosa resultaba obvia: era
peligroso. No había margen de duda, era justo la descripción que le
habían dado de él. Tenía que informar lo antes posible, pero no al
SSI.
De
vuelta varios kilómetros al norte, el tren en el que viajaba Uriel
seguía detenido, algo que no molestaría a la mercancía, pero sí a
quienes la estuvieran esperando en Tiria. El gobernador esperaba
fuera, sofocado por el calor junto a varios soldados, esperando a que
el senador acabara de hablar con el preso.
¿Qué
demonios había hecho venir a un senador de Arqueís hasta allí? No
tenía ni idea, pero lo que le hacía estar tranquilo era que si se
había tomado tantas molestias, el reo debía de ser más importante
de lo que creía. Mejor para su llegada triunfal a la capital.
Cuando
ya comenzaba a impacientarse, el senador bajó del vagón junto a su
acompañante y se acercó hasta él.
—Gracias
por su colaboración, gobernador…
—Alfred,
senador.
—Sí,
cierto, gobernador Alfred. Gracias por su colaboración. A partir de
aquí queda bajo mi custodia personal. Mi aesir puede servirle de
transporte de vuelta a la ciudad mientras tomo el control de este
tren —ordenó Miguel.
—Pero,
señor… Ese hombre fue arrestado en Hazmín. Es mi responsabilidad
—suplicó el gobernador, viendo cómo sus sueños de fama se
desvanecían.
—No
se lo estoy pidiendo, gobernador...
No
pudo acabar la frase. Un murmullo dulce y delicado, una agradable
nana, comenzó a acariciar su oído. Nadie más parecía escucharlo,
pero sin saber por qué, Alfred se encaró a Miguel. Aquello
era insultante. No podía llegar ese hombre y quitarle su trofeo sin
más.
—¡No
voy a aceptar sus órdenes! —dijo
con una voz enérgica e impropia de él. Los soldados de alrededor
quedaron desconcertados ante el cambio brusco de la escena—. ¡Es
mi prisionero! ¡No consentiré que me arrebate mi ascenso!
Ya
lo tenía todo claro, su mente se despejó: aquel hombre no quería a
un sureño más en la capital. Siempre era lo mismo, las provincias
alejadas eran menospreciadas por aquellos que vivían bajo el
paraguas de Tiria.
Deslizó
la mano hasta la pequeña pistola que llevaba siempre oculta bajo sus
ropajes y le apuntó. Cualquiera que viviese en Hazmín siempre tenía
que llevar algún arma para su seguridad. Pese a su bajo calibre y
corto alcance, bastaría para quitarlo de en medio.
—Le
ruego que se marche, senador Miguel. No va a impedir mi ascenso al
gobierno.
—Qué
ingenuo. ¿Cree que es por usted? No se sienta tan valioso,
gobernador… Ehh... Al...
—¡Alfred!
¡Maldita sea! —le espetó, hastiado de su menosprecio. Amartilló
el arma, dispuesto a disparar si no le obedecía—. ¡Ahora,
lárguese!
—No.
Por su propio bien, baje el arma. Si no, ella se verá obligada a
actuar —dijo Miguel mientras del vagón aparecía la mujer de
cabello casi albino que le acompañaba.
Le
estaba tomando el pelo. Esa joven tenía
aspecto de ser una bailarina. Insultaba a su inteligencia si creía
que con un farol tan evidente le iba a intimidar. Sin mediar más
palabras, consciente de que con una acción decisiva podría acabar
con el molesto senador, se lanzó hacia él buscando acercarse lo
suficiente como para que el disparo fuera mortal. Luego ya se
encargaría de taparlo con
primas a los soldados.
Pero
aquella carrera fue rápidamente detenida por dos de sus hombres, que
lo desarmaron.
—¡Soltadme,
malditos! ¿Cómo osáis? ¡Es
a mí a quien debéis lealtad! —no paraba de repetir mientras
Miguel se acercaba sin apenas haberse inmutado. Le había distraído
y no había percibido la jugada.
—Atacar
a un representante del senado es un delito muy grave. Lo sabe,
¿verdad? Creo que usted también vendrá a Tiria a compartir
calabozo con el reo.
—No…
No…, espere, no es justo. —Alfred comenzó a ser consciente de lo
que había hecho. Relajó el cuerpo y dejó de forcejear.
—Soltadle
—ordenó Miguel. Los soldados, dubitativos, acataron la orden—.
Esto es un gran desprestigio para usted, su carrera política acaba
de terminar.
—No…
—Esa canción seguía sonando en sus oídos—. No… —negaba
con la cabeza—. ¡¡No, yo seré senador!! —Y con un movimiento
rápido le arrebató el arma a uno de los soldados, apuntándose en
la sien y presionando el gatillo.
Al
fin la música cesó.
Los
soldados inútilmente trataron de salvar la vida del gobernador
mientras Miguel subía de nuevo al tren.
Avanzó
hasta entrar de nuevo en el compartimento de Uriel, que, haciendo
caso omiso a lo que se podía contemplar desde
la ventanilla, esperaba con las muñecas libres de los grilletes.
—Ya
está hecho —dijo Miguel, contrariado por su repentina alianza con
el pelirrojo.
—Ese
hombre se tomaba muy en serio su carrera. Qué lástima. Al final sí
que cometía errores, pero tú has hecho lo más sensato —respondió
clavándole la mirada; sin embargo, Miguel no respondió—. Veo que
has hecho progresos con ella. Sigue siendo una herramienta muy útil.
—Espero
que tengas en cuenta las repercusiones, porque cuando todo esto acabe
será mejor que te escondas en el agujero más profundo de Belamb o
te suicides. El día en que te encuentre me encargaré de que la
muerte te parezca un pago razonable —dijo ajustándose las gafas—.
¿Cuál es el precio real de nuestra alianza, Uriel?
Este
desvió la mirada, pensativo.
—Es
un sueño, Miguel. Los sueños no tienen precio. Por lo único que
pagamos en nuestra vida es precisamente por no cumplirlos.
Miguel
conocía al pelirrojo tras años juntos en el SSI y durante mucho
tiempo pudo considerarlo su amigo. Ya no había vuelta atrás, la
moneda había sido lanzada al aire, y estaba ansioso por saber de qué
lado iba a caer. Mientras, su venganza tendría que esperar.
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