Paso tras paso, el viajero enfiló el antiguo camino real. La calzada de adoquines describía varias curvas por la colina hasta llegar a la ancha bahía en la que estaba Puerto Victoria. Apenas habían pasado unos años, pero para Adriem había sido una eternidad. Las piernas le dolían tras el duro viaje. La noche al raso y la fría mañana habían castigado su cuerpo más que los kilómetros que pesaban bajo sus pies.
El camino seguía atravesando la población dejando de lado el viejo puerto, donde se aglutinaba la mayor parte de la vida de aquella ciudad, hasta el castillo que, majestuoso, se erigió antes de la invasión del Imperio, hacía trescientos años.
Tomó un pequeño desvío que llevaba hacia las afueras. Su barrio, que estaba a unos siete kilómetros ladera arriba por los arrabales, no contaba con más de diez casas, y al fondo, al final de una de las callejas, estaba la antigua vivienda del bibliotecario.
Notaba cómo sus antiguos vecinos lo miraban. Un par de hombres que volvían con el carro lleno de hierba lo saludaron y le preguntaron por cómo le iba. Él mintió diciendo que no había nada que reseñar.
Sabía que más de una mujer lo espiaba detrás de las ventanas de sus cocinas y luego, seguramente, murmuraría con sus vecinas sobre él. Puede que lo compadeciesen o que echaran culebras, o tal vez ambas cosas. Poco le importaba.
Consiguió a duras penas abrir la atascada puerta de la modesta casa de piedra y madera de apenas dos alturas. En el pequeño jardín ahora crecían hierbajos que llegaban a la cintura. Nadie se había molestado en recoger la correspondencia. Poco valor tendrían ya esas cartas.
Mientras caminaba el suelo de madera crujía bajo sus botas. Observó las mantas y sábanas que cubrían cada mueble de la casa. Todo seguía en su sitio, exactamente como lo dejó. Habría debido sentir nostalgia pero, por alguna razón, era incapaz. Fue hacia su antigua habitación y abrió, con cierto esfuerzo, la contraventana para que se ventilase. Quitó las sábanas que cubrían su cama, provocando una nube de polvo que le hizo toser, se dejó caer sobre el colchón y durmió. Su cuerpo lo necesitaba.
No sabía cuánto tiempo se había pasado durmiendo pero, a juzgar por el agujero que sentía el estómago, había sido bastante. Al fin el dolor en el pecho había desaparecido y se encontraba bastante mejor. La cegadora luz del sol que entraba por la ventana le hacía deducir que era por la mañana, igual casi el mediodía. Se levantó y caminó hasta el espejo. Estaba resquebrajado por un lado, pero aun así podía ver claramente el aspecto que lucía. Sin afeitarse durante días la barba le oscurecía la cara y sus cabellos mal largos y mal peinados, así como unas persistentes ojeras que le demostraban que estaba lejos de estar recuperado. No pudo evitar sonreír con una mueca irónica. “Doy pena”, pensó.
Atravesó el piso superior y abrió, acompañado del chirrido de las bisagras, la puerta que daba al antiguo despacho de su padre. Había muchos libros en aquella estancia, pero si la memoria no le fallaba, algo bastante posible tras lo acontecido, sólo había uno que le interesara. Rebuscó y, tras un buen rato, al fin lo encontró. Un libro de bolsillo con la cubierta muy desgastada y alguna hoja suelta. Lo limpió y leyó el título: Eraide. Aquel libro había sido de un bisabuelo, una copia bastante controvertida, pues fue uno de los libros prohibidos tras la gran guerra. Sólo había dejado a la familia dos cosas: aquel viejo libro y una espada.