23 de septiembre de 2014

Capítulo 19: El sueño de la princesa

Paso tras paso, el viajero enfiló el antiguo camino real. La calzada de adoquines describía varias curvas por la colina hasta llegar a la ancha bahía en la que estaba Puerto Victoria. Apenas habían pasado unos años, pero para Adriem había sido una eternidad. Las piernas le dolían tras el duro viaje. La noche al raso y la fría mañana habían castigado su cuerpo más que los kilómetros que pesaban bajo sus pies.

El camino seguía atravesando la población dejando de lado el viejo puerto, donde se aglutinaba la mayor parte de la vida de aquella ciudad, hasta el castillo que, majestuoso, se erigió antes de la invasión del Imperio, hacía trescientos años. 

Tomó un pequeño desvío que llevaba hacia las afueras. Su barrio, que estaba a unos siete kilómetros ladera arriba por los arrabales, no contaba con más de diez casas, y al fondo, al final de una de las callejas, estaba la antigua vivienda del bibliotecario. 

Notaba cómo sus antiguos vecinos lo miraban. Un par de hombres que volvían con el carro lleno de hierba lo saludaron y le preguntaron por cómo le iba. Él mintió diciendo que no había nada que reseñar.

Sabía que más de una mujer lo espiaba detrás de las ventanas de sus cocinas y luego, seguramente, murmuraría con sus vecinas sobre él. Puede que lo compadeciesen o que echaran culebras, o tal vez ambas cosas. Poco le importaba. 

Consiguió a duras penas abrir la atascada puerta de la modesta casa de piedra y madera de apenas dos alturas. En el pequeño jardín ahora crecían hierbajos que llegaban a la cintura. Nadie se había molestado en recoger la correspondencia. Poco valor tendrían ya esas cartas. 

Mientras caminaba el suelo de madera crujía bajo sus botas. Observó las mantas y sábanas que cubrían cada mueble de la casa. Todo seguía en su sitio, exactamente como lo dejó. Habría debido sentir nostalgia pero, por alguna razón, era incapaz. Fue hacia su antigua habitación y abrió, con cierto esfuerzo, la contraventana para que se ventilase. Quitó las sábanas que cubrían su cama, provocando una nube de polvo que le hizo toser, se dejó caer sobre el colchón y durmió. Su cuerpo lo necesitaba. 

No sabía cuánto tiempo se había pasado durmiendo pero, a juzgar por el agujero que sentía el estómago, había sido bastante. Al fin el dolor en el pecho había desaparecido y se encontraba bastante mejor. La cegadora luz del sol que entraba por la ventana le hacía deducir que era por la mañana, igual casi el mediodía. Se levantó y caminó hasta el espejo. Estaba resquebrajado por un lado, pero aun así podía ver claramente el aspecto que lucía. Sin afeitarse durante días la barba le oscurecía la cara y sus cabellos mal largos y mal peinados, así como unas persistentes ojeras que le demostraban que estaba lejos de estar recuperado. No pudo evitar sonreír con una mueca irónica. “Doy pena”, pensó.

Atravesó el piso superior y abrió, acompañado del chirrido de las bisagras, la puerta que daba al antiguo despacho de su padre. Había muchos libros en aquella estancia, pero si la memoria no le fallaba,  algo bastante posible tras lo acontecido, sólo había uno que le interesara. Rebuscó y, tras un buen rato, al fin lo encontró. Un libro de bolsillo con la cubierta muy desgastada y alguna hoja suelta. Lo limpió y leyó el título: Eraide. Aquel libro había sido de un bisabuelo, una copia bastante controvertida, pues fue uno de los libros prohibidos tras la gran guerra. Sólo había dejado a la familia dos cosas: aquel viejo libro y una espada.

17 de septiembre de 2014

Capítulo 18: Un mañana por tu ayer

Meikoss apoyó el oído en la puerta. Había revuelo por el pasillo y escuchaba varias pisadas que corrían en alguna dirección. Inútilmente trató de forzar la cerradura, pero estaba bien cerrada y era de buena madera, así que, tras forcejear un rato al fin se recostó en la pared exhausto. Fuera lo que pasara no iba a averiguarlo por ahora.

Si bien, algo le llamó la atención. Desde su posición podía ver como el cielo se oscurecía y las nubes comenzaban a arremolinarse, conformando una tormenta que cubría el valle. No sabía discernir por qué, pero se sintió inquieto al observarla. No parecía natural.



Había avanzado corriendo por los túneles siguiendo aquella intuición. Sabía dónde tenía que ir y, cuanto más se acercaba, más fuerte era el sonido de los engranajes de aquel reloj invisible. Todo parecía irreal, como si lo viera a través de un sueño y, sin saber cómo, se encontró en la cámara en la que le esperaban en silencio la dos enormes puertas.

Poco importaba por qué sabía que ella estaba allí, se dijo Adriem, no la volvería a perder como a Esmail. No volvería a huir.

Restos de sangre reciente salpicaban una de las columnas, agrietadas por algún tipo de impacto que casi la había derribado. Había un olor extraño en el ambiente que se acrecentaba a medida que se acercaba a aquellas puertas que parecían desafiarlo. Algo tras ellas lo estaba llamando.

- Sácame de aquí - escuchó la voz suplicante de Eliel.

- ¡Eliel! - corrió hasta la puerta y comprobó que no había picaporte alguno.

Sintió que la frustración y la ira comenzaban a brotar de su corazón. Apoyó ambas manos en los portones y, sin reparar en el peso que debían de tener, comenzó a empujarlas.

- ¡Aguanta! ¡Te llevaré a casa! - algo de polvo y pequeñas piedras cayeron acompañadas de un crujido pero no parecían inmutarse. Necesitaba más fuerza, más… mucha más. 

Unas descargas recorrieron su cuerpo y sintió como las puertas se aligeraban y de forma casi imperceptible, comenzaban a moverse. Apretó los dientes para contener el fuerte dolor que le oprimía el pecho, como empezaba a ser habitual.

Un disparo impactó cerca de su cabeza contra una de las hojas de la puerta que no sufrió daño alguno. Cuando se giró, más de veinte shamans le rodeaban, algunos de ellos armados y apuntándole. No se había percatado de su presencia. 

1 de septiembre de 2014

Capítulo 17: El silencio de los recuerdos

Las puertas estaban abiertas ante él. Sobre ellas rezaba la frase "tanto puede cegarte la luz, como ciego puedes estar en la oscuridad". Adriem percibía los latidos de su corazón como único sonido reinante en aquella oscura y ancestral sala que nunca antes había visto. Apenas era capaz de ver qué custodiaban aquellas dos grandes hojas mientras, con paso hipnótico, avanzó hacia ellas. Estaba preso del miedo, mas su cuerpo se movía solo.

Una voz atronó en sus oídos...

- ¿Cuántas veces vendrás a mí? ¿Tal vez tu respuesta sea distinta hoy? - La voz provenía de todas partes, y a la vez de ninguna.

Medio cegado, vio que unas cadenas negras como la noche se arrastraban por el suelo y que, como si de serpientes se tratasen, se deslizaban buscando retorcerse por su cuerpo. Asustado, Adriem dio media vuelta para salir de allí.

No había dado medio paso cuando se tropezó con alguien. Eliel.

- ¡Tenemos que salir de aquí! - Hizo ademán de agarrarla para empezar a correr, pero ella se apartó y se se quedó mirándolo detenidamente.

Cuando se fijó en sus ojos, fríos, distantes, carentes de ningún sentimiento; se dio cuenta de que detrás no estaba la mujer que conocía pese a que era idéntica en todos los aspectos.

- ¡¿Quién eres tú?! - dijo, retrocediendo poco a poco. La presencia de aquella mujer le encogía el corazón y engullía incluso el miedo que había sentido a aquello que hubiera tras las puertas.

- No tengas miedo, no quiere hacerte ningún daño - dijo ella con voz suave. - por ahora. - empezó a caminar hacia él sin prisa.

Adriem fue retrocediendo hasta tocar la pared con la espalda. Acorralado, no era capaz de apartar la mirada de aquella extraña doalfar que se parecía tanto a Eliel. Su instinto le gritaba que huyera, pero la presencia de aquella extraña parecía que ocupaba toda la sala.

Ella se acercó hasta apoyar su cuerpo contra el suyo y le abrazó con fuerza. Un fortísimo escalofrío le recorrió todo el cuerpo al notar el frío contacto de su piel.

- Quédate aquí, olvídate de esa muñeca que quiere parecerse a mí - le dijo en un susurro sensual al oído -. Ella acabará encerrada en estas puertas y nunca más la recordarás. No tienes por qué sufrir.

Al saber que se refería a Eliel, se impuso a su propio miedo y la empujó con fuerza, tirándola al suelo. Ignorándola, miró las enormes hojas que poco a poco se iban cerrando.

- ¡No, espera! - corrió hacia las puertas pero unas cadenas le asieron de una pierna, tropezando y dándose de bruces contra el suelo. - ¡No! - las cadenas empezaron a recorrer su cuerpo, apretándole en un abrazo de frío metal.

La doalfar se puso ante él, pero ahora su aspecto era mucho más joven. Él trataba de avanzar, estirando el brazo en un vano intento de alcanzar las puertas, hasta que el pie de la niña, con una fuerza inusitada para alguien tan pequeño, le pisó y aplastó los dedos contra el suelo. Un grito de dolor escapó desde lo más profundo de sus entrañas al notar como se rompían los huesos de la mano.

- Eres incapaz de entenderlo. Eres cómo Arshius - levanto el pie y volvió a pisotearle la mano. Apretó los dientes y ahogó el grito de dolor - ¡Te pareces tanto que me das asco! ¡Muérete de una vez! ¡Desaparece! - Le empezó a golpear sin compasión.

Los ojos de Adriem, aún abrumados por el dolor de los golpes, vieron algo detrás de ella, en el centro de las puertas, justo antes de cerrarse… La bota de la niña le golpeó en la cara y algo crujió antes de volver todo oscuro, silencioso y sin dolor.