27 de mayo de 2014

Capítulo 10: El dolor de la derrota

La débil luz del crepúsculo entraba, con tonos grises y anaranjados, a través de las ventanas de la sala. En el centro, observando cómo el sol se iba ocultando entre las nubes y el mar, un hombre de cabello cano y corto degustaba un buen vino. Se atusaba su cuidada barba mientras sus cansados ojos azules no dejaban de mirar el ocaso del astro rey desde su sillón. Esperaba sin esperar nada. Sencillamente se deleitaba con la puesta y con el sonido del péndulo del enorme reloj, que, en su elaborada caja de madera de marquetería, marcaba impasible las horas.

La jornada había sido dura, y ese remanso de paz era el bálsamo que curaba las heridas del día. Tal vez debiera seguir leyendo aquel libro. Llevaba ya cinco años leyéndolo. Acarició la cubierta del tomo, que estaba en la mesita, donde también se hallaba la botella de vino. «La destructora de sueños. Hechos y fundamentos de Neferdgita» Pasó los dedos por el título y suspiró. Los libros de historia le gustaban, pero aquél se le resistía.

Un escalofrío le recorrió la espalda. El reloj se detuvo. ¿Tocaba darle cuerda ya? Lo había hecho el día anterior, puede que se hubiera estropeado o... tal vez fuera un signo de mal agüero. Interrumpiendo sus cavilaciones, alguien llamó a la puerta.

- ¿Quién es? Le dije a Harald que no me molestaran - dijo con desgana.

- Soy yo, padre.

Su apatía desapareció al oír aquella voz. Si algo podía privarlo de su rato a solas, sin duda, era la visita de su hijo.

- Adelante, adelante. Pasa. - Y se ajustó el sobrio batín de invierno para levantarse.

Se abrió la puerta y Meikoss entró. Pero detrás de él, medio en sombras, estaba una mujer que se había quedado esperando en el umbral, y que no pasó inadvertida a sus ojos.

- Buenas tardes, hijo mío, me alegra ver que vienes a hacerle una visita a tu viejo padre.

- Buenas tardes, padre. Siempre tengo un rato para que me cuentes cómo te ha ido el día. Aunque lamento que esta vez sea una visita interesada.

- Por lo que veo, vienes acompañado. Dile a tu amiga que pase - dijo guiñándole un ojo a su hijo.

- No es lo que piensas. Nos acabamos de conocer en la plaza. - respondió con rapidez a la insinuación de su progenitor.

La mujer entró por la puerta. - Con permiso.

Se sorprendió al ver que se trataba de una doalfar. Si por él fuera nunca le hubiera permitido entrar, pero si la había traído su hijo consigo, confiaba en que fuera por un buen motivo. Uno de esos altivos habitantes del norte, con lo que históricamente habían tenido más de una disputa territorial no eran bienvenidos. 

- Ella es Eliel van Desta, hija del marqués de las tierras de Hannadiel, en Kresaar - hizo una pequeña pausa en la que Jeffel asintió con la cabeza mostrando su aprobación más que su respeto - Señorita Van Desta, él es mi padre, lord Jeffel Sherald, consejero del duque Hendmund – dijo lanzando una mirada de duda a su padre.

20 de mayo de 2014

Capítulo 9: El sueño de un caballero

El dirigible surcaba los cielos acompañado del ronroneo de los motores. Abajo, entre las nubes, se divisaba el mar de Loto como una especie de cielo invertido. Desde uno de los ojos de buey, Eliel admiraba aquella extraña perspectiva del mundo. Las montañas parecían sencillas arrugas de un mantel, el mar cambiaba de tonos entre azules y verdes, las ciudades apenas cambios de color sobre el ajedrezado de los campos de cultivo y los bosques. Las nubes, que siempre había visto como algo lejano, ahora podría rozarlas con los dedos si aquel cristal no se lo impidiera. Mientras Adriem descansaba como podía en uno de los dos camastros del camarote, ya que no era la primera vez que volaba, los continuos aspavientos y comentarios de la doalfar le resultaban algo molestos, aunque le producía cierta envidia al verla disfrutar. 
El viaje había sido tranquilo y, pese a que nos les dejaban salir de allí por precaución, la comida y el trato por parte de la tripulación habían sido bastante buenos.

Habían pasado tres días de vuelo. Las heridas habían empezado a cicatrizar bien y el dolor comenzaba a mitigarse.

- No sé por qué nos tienen encerrados aquí - preguntó algo molesta mientras miraba el firmamento - Me gustaría ver el cielo desde un lugar mejor.

- Supongo que el capitán no quiere que una bonita doalfar se pasee por una nave llena de rudos marineros que pasan semanas sin ver una mujer - respondió Adriem sin molestarse en abrir los ojos.

- Gracias, Adriem.

Él se extrañó al oír aquel inesperado agradecimiento. Se incorporó, tratando de no apoyarse en el brazo herido - ¿Gracias? ¿A qué viene eso?

La doalfar se dio la vuelta y no pudo evitar fijarse en sus ojos. Azules como aquel mismo firmamento.

- Por lo de bonita – le dedicó un gesto sonriente, ante el que Adriem se ruborizó un poco.

- Yo no he dicho eso.

- Sí lo has dicho. Has dicho «bonita doalfar» y creo que no hay otra por aquí - dijo mientras se acercaba al camastro. Se sentó a su lado y lo miró con expresión divertida - No pareces el tipo de persona que suele decir piropos a la ligera, así que me siento muy halagada.

Adriem desvió la mirada y se puso en pie con esfuerzo, incómodo ante los comentarios de la doalfar. - ¿Y tú qué sabrás? - dijo casi para sí mismo.

- Lo siento, señor guardia - contestó Eliel sonriendo. 

Ella se quedó mirándolo. Le divertía la timidez de aquel humano y en el fondo sentía una punzada de culpabilidad, pero estar allí tantas horas con alguien que casi no hablaba se hacía muy aburrido. Sin duda era atractivo, pero lo ignoraba todo en lo tocante a la etiqueta y las relaciones sociales... Su tutora del templo ya lo habría suspendido varias veces.

- Ven, deberías ver esto - dijo el humano mirando hacia fuera.

13 de mayo de 2014

Capítulo 8: El Bastión de los Justos

La enorme sala, decorada con bellos tapices y cuadros que representaban batallas acontecidas en épocas pasadas, estaba alumbraba por la luz de unas tenues lámparas y el resplandor de una gran chimenea encendida. En el centro, había una enorme mesa cuadrada rodeada de ocho sillones. Un elaborado trono de madera tallada la presidía. En los sillones se hallaban sentadas cuatro personas. Por un lado estaba ldmíliris, que vestía un fino vestido de color negro con mangas hasta el codo; unas medias de rejilla y un elaborado moño remataban su estampa. Demasiado veraniego para el frío que hace, pensó Zir, que estaba sentado a su lado. Con su típica expresión meditabunda, se ajustaba el pañuelo que llevaba sobre el cuello de la camisa blanca, disimulando así el nerviosismo que le provocaba aquella inesperada audiencia. Enfrente de él, una humana de unos veinticinco años lo observaba. Tenía el pelo rubio y ondulado en una melena que le llegaba a los hombros. Llevaba un bonito vestido azul y blanco de falda larga y con bellos encajes, que gracias al generoso escote, dejaba ver el canalillo de sus senos, realzados por un corpiño. Al lado de tan bella mujer, otro humano miraba con nerviosismo un gran portalón que daba a la estancia. Estudió a los demás a través de sus gafas. Tenía el pelo castaño y los ojos verdes. Vestía chaqueta de pana marrón, camisa y chalina.

La gran puerta de doble hoja que observaba estaba ricamente tallada con bajorrelieves y, a ambos lados, había dos magníficas esculturas de mármol blanco que representaban a dos bellas mujeres con el torso desnudo que miraban con ternura a los reunidos. Las hojas se abrieron, dejando entrar la intensa luz del pasillo. Una figura se dibujó en el arco de las puertas. Un hombre alto y bastante corpulento, pese a los sesenta años que aparentaba, entró en la estancia.


Ante el recién llegado, los asistentes se pusieron en pie. Una larga melena rubia platino y unos ojos azules extremadamente vivos contrastaban con las arrugas de su cara. A través de su piel se veían como unas ligerísimas trazas brillantes que recordaban a las complejas estructuras rúnicas de los magos. Se sentó en el trono que presidía la mesa y se desabrochó el botón del cuello de la elegante camisa blanca que vestía. Su cuerpo era extremadamente recio y musculoso; irradiaba una sensación de poder, acrecentada por su inteligente mirada. Todos los demás se sentaron.

6 de mayo de 2014

Capítulo 7: Ináh

A medida que corrían, la respiración de Adriem se iba haciendo más pesada, y su ritmo aminoraba. Detalle que a ella no le pasó inadvertido y se detuvo con cara de preocupación.

Se encontraban junto a una pequeña estación de ferrocarril aún cerrada a esas horas de la madrugada, iluminada débilmente por un par de maltrechas farolas de gas que alguien debió de olvidar apagar. Más allá un muro se precipitaba hacia el sector inferior mientras las vías discurrían por un puente metálico salvando la gran brecha bajo la que bajaban por uno de tantos canales flanqueados por casas. El andén estaba desierto, no había ningún signo de vida, excepto algún gato callejero. El viento comenzaba a soplar, arrastrando en los cielos pequeñas nubes que, a intervalos, ocultaban la luna menguante de aquella noche.

Adriem se giró, sobresaltado por aquel brusco frenazo.

- ¿Qué ocurre? ¿Estás bien, Eliel? - dijo jadeando mientras se agarraba para hacer disminuir el dolor.

- Eso debería preguntártelo a ti. - la doalfar se le acercó y posó su mano sobre el codo de su brazo herido. Los músculos de él se tensaron, y Adriem profirió un quejido ahogado entre dientes.

- ¿Ha sido en el tejado? - dijo remangando el brazo herido para descubrir los tres arañazos en el antebrazo del humano. La hemorragia ya había cesado prácticamente, pero la herida era bastante fea.

- Fue una de las sombras. No es nada, saldré de esta – miró a su alrededor pero aquél camino ya no tenía salida - Lo importante es encontrar dónde refugiarnos.

- Aun estás sangrando un poco – tomó un pañuelo del bolsillo y lo posó sobre la herida para limpiarla ante la queja muda de Adriem – Tenemos que curarte esa herida pronto o se infectará.

Él vio los arañazos que habían provocado las ramas sobre los brazos de ella y diversos rasgones en el vestido. Subió la mirada hasta reparar en una pequeña herida en su barbilla. - Lo siento – dijo afligido mientras la miraba a los ojos – Tú también estás herida. Debí hacerte caso.

- No seas así. - se acabó de anudar el pañuelo al antebrazo – Esta es la tercera vez que me proteges.

- Y no debería haberlo hecho. Mirad cómo estáis... princesa.

La nube que había tapado la luna siguió su camino y su luz volvió a bañar el andén. Se oyeron unos pasos y una persona apareció doblando la esquina, a escasos metros de ellos. Un tipo de pelo castaño, vestido con gabardina que se detuvo ante ellos, intercediendo en la conversación de la pareja:

Adriem se fue hacia él cubriendo a la doalfar tras su espalda – Quédate detrás mío – le dijo en voz baja.

- ¿Quién eres? - Se fijó en sus orejas puntiagudas, un doalfar.

- La pregunta correcta es, ¿por qué no te estás apartando a un lado? - al guardia no le costó darse cuenta de que jugueteaba con el pomo del sable con los dedos. No tardaría en desenvainar. 

- ¡¿Qué queréis de mí?! - dijo Eliel cubriendo los libros a su espalda para evitar que reparase en ellos.

Su voz se tornó más amenazante – El problema es que no puedes recordarlo. Ven y lo sabrás, no tengo ningún interés en matar al común.